Puedes pasar horas con la mirada puesta en el infinito, con la mente entumecida en otro lugar, lejos de aquella habitación que sólo te recuerda la soledad de tu vida y con un bullicio de ideas y recuerdos que no hacen más que ahogarte en un mar de penas por todo aquello en lo que te equivocaste y que no conseguiste. No crees en ti ni crees que merezcas nada, pues todo lo que obtienes acaba bajo esa maldición que te persigue y sabotea todo aquello que disfrutas.
Sin embargo, aún conservas algo que hace que todo sea más llevadero, que te rescata de tus tinieblas y que te arranca una sonrisa. De ahí el temor a perderlo, a no ser capaz de conservarlo y que el tiempo, finalmente, se lo lleve como tantos otros muchos elementos que han conformado tu vida.