Con la muerte pisándome los talones, haciendo lo imposible por derrotarla y aun así me seguía la pista desde cerca por más que corriese delante de ella.
Al final, como una aparición se me mostró delante y solo la pude separar de mi poniéndole la mano en el torso. Miré hacia arriba para enfrentar su rostro y vi que era el de una mujer que se alzaba por encima de los demás. Diez minutos le pedí.
– Dame diez minutos e iré contigo sin rechistar.
– ¿Diez minutos y abrazarás la muerte? — me preguntó con un sonrisa, acercando su rostro al mío y dejando ver sus arrugas faciales, aquellas que la hacían menos joven pero más sabia.
– Sí, sólo contéstame a una pregunta.
La muerte aceptó, me cogió de la mano para evitar que me arrepintiese en un último momento y volviera a huir.
Le pregunté si el destino estaba escrito, si no se podía cambiar, si no cabía la posibilidad de que hubiese errado en algo y estuviese a tiempo de enmendarlo para no morir. La muerte resopló como si fuese una pregunta recurrente y dijo que era inevitable, que cada uno tenía su propia hora y que no podía posponerse.
No sé por qué pero aquello me tranquilizó, el saber que dejaría de correr asustado, que descansaría en paz. Asumí mi destino mientras veía algunos de mis seres queridos. Y abracé a la muerte y me sentí acogido, arropado.