En lo alto de una colina de frondosa vegetación esperaba Antonio, escudriñando el horizonte con aquellos experimentados ojos que habían visto cruentas batallas y un sin fin de conocidos caer heridos de muerte por el enemigo.
Aquellas batallas quedan ya lejos en su memoria y hoy se libraba una más profunda y casta, una en la que el poder y las riquezas no tenían ningún significado, iba más allá de lo terrenal, tocaba el espíritu que cualquier buen valeroso guerrero debía tener, aun enterrado bajo decenas de capas de abrupta personalidad y sanguinaria violencia.
Para aquel evento, su inseparable arma permanecía a su lado como era habitual en él, con una formidable construcción en sólida madera y un mango que le permitía realizar los más diversos movimientos de ataque y defensa en una perfecta mezcla entre ligereza y robustez. Más de una vez le había bastado alzar aquel fatídico engendro en gesto ofensivo para disuadir cualquier encuentro hostil; todo el mundo reconocía de algún u otro modo más o menos directo su gran magnitud.
El sol empezaba a descender entre las colinas, desprendiendo su cálido color rojizo que teñía los colores de toda aquella naturaleza que le rodeaba. Era la hora.
Antonio irguió la espalda, echó los hombros hacia atrás y relajó su curtida musculatura a la espera de momentos de gran tensión y esfuerzo físico. Si algo no había abandonado a lo largo de los años era el mantenimiento de su cuerpo, con tareas físicas que le proveyeran de la salud que precisaba para desempeñar su trabajo de la forma más óptima y precisa. Y es que la precisión era una de sus insuperables cualidades.
Caminando a su encuentro se acercaba por fin Héctor el Fraile, con paso firme, cabeza gacha y las manos dentro de aquellas grandes mangas que su atuendo de monje le suministraba. A pesar de su apodo y su hablar pausado y conciliador, se podía esperar cualquier cosa de él.
A 5 metros de distancia de Antonio se detuvo Héctor, se retiró la capucha que le cubría la cabeza y lo miró fíjamente a los ojos, pero no sin antes haber observado detenidamente el arma de su oponente.
– Es bonita, pero no será más que leña cuando acabe contigo.
El puño de Antonio se cerró aun con más presión sobre el mango de su mortífera arma mientras fruncía el ceño y escupía a un lado.
– Veremos si para cuando empale tu cabeza con ella sigues opinando lo mismo.
Antonio golpeó el suelo con su portentosa gayata, levantó una gran nube de polvo alrededor y dio comienzo el combate.
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