camisa

Un camisa de adamantium

Una camisa dos tallas más pequeña reteniendo las carnes rebeldes, desafiando el efecto caída producido por la gravedad y llevando al límite toda la física teórica existente sobre la unión entre átomos. Aquello parecía una olla a presión a punto de estallar, de poner en órbita los botones que sellaban aquel engendro de carnes apretadas.

Cada gesto y cada movimiento ponían en tensión a todo aquel que estuviese en la misma sala, no únicamente el tejido de aquella súper camisa, una camisa que lloraba y gimoteaba produciendo un sonido ahogado de desgarramiento.

Sobreviví, pero alguien debió decirle que una camisa no tiene la misma función que una faja.

Blanco nuclear

Es una regla básica que, cuanto más blanca y delicada es una prenda, mayor es su probabilidad de sufrir infortunios. Lo mismo pasa con esa tostada de mantequilla que vigilamos con exceso y que terminará cayendo al suelo, sobra decir que boca abajo.

Como si cuanto más queremos proteger algo, con mayor facilidad se es dañado precisamente por esa sobreprotección o por simple ironía de la vida.

Llegados a este punto quizás alguien pueda pensar en relaciones personales que se ven afectadas por esta misma ley, pero yo sólo hablo de camisas de esas que se pone uno para vestir el torso.

Para mi desgracia, sólo necesito ponerme una camisa en concreto para atraer todas las manchas estúpidas y reincidentes, como la que deja la pasta de dientes tras caer espumosa y rebelde desde mi propia boca o el fragmento imperceptible de chocolate que cae de un galleta y que se esparce como si te hubieses bañado en barro.

Lo peor es que, cuanto más miedo le coges a interactuar con algo, más torpe te vuelves en ello, por lo que la hora de la comida puede llegar a parecer la operación quirúrgica de un ojo por cómo coges los cubiertos.