miedo

Castillo de naipes

A veces, una pequeña frase o un pequeño gesto da pie a que, en nuestro interior, se empiece a construir un gigantesco castillo de naipes lleno de maquinaciones infundadas. Todo ello no hace más que llevarte a los malentendidos y, a partir de ahí, las cosas sí se ponen serias sino se aclaran rápidamente.

Dependiendo de la persona, ese castillo se vendrá a bajo con un poco de raciocinio pero en otras, en cambio, los naipes estarán unidos con pegamento y hará falta algo más persuasivo que argumentos simplemente razonables.

Por ejemplo, la mala interpretación de un gesto facial de una persona A puede llevar a una persona B a creer que es despreciada y esto, a su vez, hará que el resto de acciones de la persona A esté condicionado a entrar en la misma categoría de «sentirse despreciado» de la persona B. Pero ¿realmente era un gesto de desprecio?

Lo más curioso a mi parecer es el crecimiento de esa fortaleza en el sujeto, el cómo se unen los pequeños detalles para formar una realidad distorsionada pero completamente defendible por aquella persona que la siente en su interior.

Pararse a pensar objetivamente, preguntar a terceras personas y ser claro consigo mismo y con los demás, quizás sean buenos ingredientes para que ese castillo de naipes no acabe siendo una muralla más ante los demás.

Otros temas relacionados a tratar podrían ser la falta de confianza en si mismo, la dependencia de la opinión de los demás y el miedo al rechazo social, pero igual esto se hace muy rollo para el mes de agosto.

Miedo a caer hacia el cielo

Los miedos irracionales suelen ser realmente molestos, muchos de ellos los podemos encontrar con raíces en la infancia o educación. Da lo mismo la fuerza o seguridad que pueda tener una persona sobre sí misma, el miedo lo puede devorar igualmente en unos segundos, extendiendo la inquietud desde su estómago y la ansiedad desde su mente en un cerco capaz de aprisionarlo.

Me quedo con dos textos que encontré en Internet. El primero es un fragmento de «La insoportable levedad del ser» de Milan Kundera:

¿Qué es el vértigo? ¿El miedo a la caída? ¿Pero por qué nos da también vértigo en un mirador provisto de una valla asegurada? El vértigo es algo diferente del miedo a la caída. El vértigo significa que la profundidad que se abre ante nosotros nos atrae, nos seduce, despierta en nosotros el deseo de caer, del cual nos defendemos espantados.

El segundo es un fragmento de un relato sacado de aquí, escrito por Bridget Griffen-Foley y que me he permitido traducir:

[…]
Sentí el césped con mis manos. No sé qué hubiese hecho si hubiera llegado a la conclusión de que era demasiado húmedo. Sin embargo, el césped no representaba ningún peligro para mi ropa. Me acosté sobre mi espalda.

«Extiende los brazos,» dijo Donat. «Mantenlos en el césped».

Hice lo que me ordenó.

«Cuando era un niño,» dijo Donat, «Tenía miedo de caer hacia el cielo. ¿Y tú? ¿Alguna vez tuviste miedo de caer hacia el cielo?»

No respondí. La idea era absurda. Nadie cae hacia el cielo, y seguramente ni siquiera cuando fui un niño carecí del sentido común suficiente como para atemorizarme por algo así.

«Mira hacia arriba,» dijo Donat.

Echado sobre mi espalda, no había realmente un lugar para mirar excepto arriba. Pequeñas nubes gruesas deambulaban por el cielo primaveral.

«¿Qué es la gravedad, la fuerza que te mantiene en tierra? Un misterio ¿no? ¿Puedes confiar en ella, esa misteriosa fuerza?

«Confío en ella, Donat.»

«Cierra los ojos, Monsieur. Cierra los ojos.»

Los cerré.

«Considera cómo debería ser caer hacia el cielo. Todo ese espacio azul. La distancia entre las nubes. Un hombre cayendo hacia el cielo ¡podría caer para siempre!»

Me sentí ridículo. Empecé a preguntarme quién podría estar viéndonos.

«Cuando era un niño,» dijo Donat Bobet, «Yacía sobre el césped y me imaginaba a mi mismo cayendo hacia arriba, arriba, arriba hacia el azul. Hacia el profundo azul del cielo. Hacia el azul.

«Donat…» Dije.

«Silencio,» dijo el poeta. No dijo nada en el espacio de unos cuantos latidos de corazón. «Prepárate,» susurró. «¡Abre los ojos!»

Cuando abrí los ojos, vi encima de mi el cielo azul, las pequeñas nubes. Vi a Donat Bobet, de rodillas, observándome.

«El cielo,» dijo Donat. «¡Caer hacia el cielo!»

Examiné la aireada y espaciosa profundidad. Consideré las nubes. Consideré, no muy seriamente, la idea absurda de caer hacia arriba.

De repente, mi estómago dio un vuelco, como lo hace cuando un ascensor desciende. Sentí como la tierra perdía su atracción. Agarré la hierba con mis puños. Apreté mi mandíbula.

Estaba mareado. Desgarré la hierba, libre ahora en mis puños. La cabeza me daba vueltas.

Me volví hacia un lado para recobrar mi equilibrio. No mejoró. Mi estómago seguía retorcido.

Me incorporé.

El mundo se enderezó por si mismo.

Donat Bobet estaba riéndose. Me empujó a mis pies y me abrazó. Se agitaba riendo. «¡Tu cara!» dijo. «Oh ¡el miedo en tus ojos! ¡El miedo!».
[…]

La azotea

Subía tranquilamente las escaleras que conducían a la azotea del edificio. A aquellas horas el silencio reinaba en cada una de las plantas por las que pasaba, sólo perturbado por el sonido de mis propias pisadas. Llegué al último tramo del ascenso y saqué las llaves de mi bolsillo. Puse la llave en la cerradura de la puerta que daba al exterior, la giré con dificultad y la abrí poco a poco, dejando que la oscuridad de la noche se fundiera con la luz del interior del edificio.

A decir verdad, el solo hecho de ver la oscuridad y las extrañas figuras que se formaban en la terraza me inquietaron, me pusieron nervioso. Desde pequeño la penumbra en lugares desconocidos me había acelerado el cuerpo, me asustaba aquello que no podía ver con claridad y era consciente de las malas jugadas que hacía la mente en esos momentos. A pesar de ello, salí fuera, renovando el aire de mis pulmones con aire frío.
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